El primer partido de fútbol entre hombres y máquinas se jugó en Japón en el estadio de Miyagi el 21 de junio de 2084
y lo presenciaron más de diez mil millones de humanos en la Tierra y dos millones en la Colonia Lunar. Como ocurriera en el pasado, las tiendas, los restaurantes, los bares y las plazas adaptadas con pantallas tridimensionales estaban abarrotadas de ojos y corazones que vibraban por la incertidumbre de saber quién iba a ganar. Los hombres o las máquinas.
La idea de crear un equipo de robots que llegara a enfrentarse a un equipo de humanos se había iniciado desde finales del siglo XX por un grupo de científicos japoneses quienes decididamente se dieron a esta tarea. Con el tiempo organizaron un mundial entre robots que empezó a realizarse cada año y que en cada nueva edición mostraba avances extraordinarios. Los torpes robots de cincuenta centímetros que se autodirigían por sensores de proximidad se convirtieron en estilizados atletas de aluminio que dominaban el balón como el mítico Lionel Messi. Estos nuevos cyber-futbolistas estaban dotados con un cerebro positrónico que les permitía actuar con independencia y prever casi todas las variables que podrían darse en un partido de fútbol de alta competencia. Sin embargo, para el encuentro con los humanos, las reglas habían estipulado que los robots no deberían superar la fuerza y la velocidad de un atleta promedio. También deberían tener desactivada su función antigravedad y llevarían incorporado un simulador de desgaste físico el cual disminuía el rendimiento de cada robot en proporción a su esfuerzo durante el juego.
El estadio, uno de los más modernos de la época, estaba ubicado en la cumbre de un rascacielos de 115 pisos. Tenía una coraza construida con paneles de cristal por lo que lo llamaban EL Diente de León. Los palcos privados eran plataformas flotantes que podían dar la vuelta a la tribuna a voluntad de sus ocupantes. Todos los hinchas disponían de un S.M.A. (Sistema de Movimiento y Ampliación) el cual permitía girar y acercar una imagen tridimensional de cualquier momento del partido, para literalmente no perderse un solo detalle del encuentro. Cuando un juego comenzaba en El Diente de León, los paneles de cristal brillaban emanando destellos de luz que los turistas espaciales, quienes daban la vuelta a la Tierra a cien kilómetros de la estratosfera, podían contemplarlos como si fueran fuegos artificiales vistos desde arriba. Este partido no sería la excepción y cuando los jugadores descendieron del camerino flotante a la cancha los ojos de los doce mil millones de espectadores quedaron segados ante la explosión de luz y emoción que se produjo.
Después de los actos protocolarios el árbitro llamó a los capitanes de cada equipo al centro de la cancha. Entonces sacó un redondo artefacto de uno de sus bolsillos y lo enseñó a los capitanes. Lo puso a girar por el aire para recibirlo con su mano derecha y finalmente descubrirlo sobre su mano izquierda. Dicen los que saben de fútbol que esta extraña ceremonia se ha mantenido durante más de doscientos años, pues no se ha descubierto una mejor manera para determinar quien inicia el juego.
Luego, el árbitro dejó caer a tierra un balón plateado con delgadas líneas azules las cuales servían como sensores para evitar los errores de apreciación que se dieron en los tiempos arcaicos, cuando las decisiones eran tomadas solo por humanos. Todo el campo de fútbol era monitoreado para evitar, o mejor, para aclarar cualquier jugada dudosa que pudiera darse.
El contador de tiempo empezó a correr cuando se oyó el agudo silbato, entonces un acerado y brillante pie golpeó el balón plateado. Los robots comenzaron ganando.
El primer gol llegó a los veintisiete minutos de juego. El equipo de los humanos, que había sido formado con los mejores jugadores de las ligas profesionales de la Tierra y que jugaba de izquierda a derecha, había iniciado una acción conjunta de llegada; un brasilero de apellido Gilberto hizo un centro abriendo la cancha hacia el otro costado, allí, un sueco apodado ‘La Flecha’ hizo una gambeta que dejó en el camino a uno de los robots más altos, luego cruzó el balón al centro del área donde el capitán del equipo, un alemán llamado Freemont, castigó al arquero robot con un soberbio disparo al ángulo superior derecho del arco. Imaginen el ruido conjunto de las cinco autopistas más grandes de la tierra, multiplíquenlo por mil y aún estarán lejos de sentir el unísono grito de gol que estremeció al planeta y con seguridad al etéreo silencio de la Vía Láctea.
El equipo de los robots parecía diezmado después de aquel gol. No elaboraban muchas jugadas de peligro hacia el arco contrario y fácilmente perdían el balón. Solo un jugador, marcado con el número cinco y que llevaba por nombre Onix, se movía con destreza y elegancia, hasta hacía parecer en ciertas ocasiones a los atacantes humanos como costales de papas que lentamente se desparramaban sobre el suelo. Pero él era solo uno contra once y quince minutos después, en una falta propiciada a cuarenta y cinco metros del arco de los robots el Capitán Freemont cobró un tiro libre de impecable ejecución que se convirtió en gol. Los comentaristas deportivos hicieron alusión que a pesar de que el portero robot tenía doscientos setenta grados de visión, nunca vio pasar el balón. De nuevo se escuchó en toda la galaxia el grito de gol. Seis mil millones de abrazos y dieciocho mil millones de brindis sucedieron en un segundo.
El árbitro recibió una señal por su comunicador de oreja, levantó la mano y dio un pitazo. El final del primer tiempo se había decretado y los cuarenta y cinco minutos transcurridos ya hacían parte de la historia de la humanidad junto con los recuerdos de la conquista lunar y los asombrosos descubrimientos de la entonces reciente expedición marciana.
Los jugadores salieron lentamente del campo y en todas las televisiones tridimensionales regadas por el mundo irónicamente podía verse el esbozo de una sonrisa en las caras metálicas de los jugadores robots demostrando que no los atormentaba la parcial derrota, al fin y al cabo ellos sabían que no habían sido programados para perder.