Porque ese día estaba trasnochado, me pasé de la parada del bus.
Salí a toda prisa empujando carteras con señoras y otros estudiantes ojerosos como yo. Le grité al chofer desde el fondo del bus que se detuviera al tiempo que tocaba desesperadamente el timbre. Calculé que debía devolverme un kilómetro hasta la universidad. Tal vez quince minutos. Miré el reloj. Estaba a tiempo y me sobraban dos minutos para secarme el sudor, para ponerme decente. El bus se detuvo. Antes de que la puerta se abriera por completo, me bajé a empujones, luchando por salir. El bus me parió a la calle, pero no me sentía recién nacido. Tenía esa sensación de no saber si seguía dormido o si acababa de despertar dentro de un sueño.
Inicié la marcha a toda prisa con paso largo, sin correr, no fuera mi mala suerte caerme y doblar la carpeta. En todo caso, mejor que se me tronchara un tobillo. Pero, no iba a pasar, de adentro emergió el jugador de rugby que nunca fui. Hábilmente, esquivaba oficinistas, mensajeros, vendedores y mendigos. Cuadra a cuadra veía más cerca la entrada de la universidad. Veía a Carlos, el portero, haciéndome el mismo comentario de los últimos tres años con su risa costeña «Otra vez se le pegaron las cobijas, mijo». Veía las tetas de Clarita, la directora de recursos humanos cuya oficina daba al pasillo. Nadie sabía su edad, sin embargo, en los anuarios de los últimos treinta años se veía siempre igual de vieja. Veía a las primíparas y pensaba a cuál le hablaría el viernes. Veía la puerta del salón 206. Veía a Sergio, el profesor de economía, que no ahorraba en poner ceros y unos para rajar a la gente. Eso le daba fama. Siempre creí que la falta de éxito profesional de un profesor es directamente proporcional a su malparidez como docente. Los ‘profes’, los buena onda, siempre llegaban en carro de gama media para arriba. Los ‘cuchilla’, como Sergio, llegaban a pie o en Twingo. Veía mi silla, justo detrás de Vanesa, la ‘modelito’ de culo grande y la culpable de que yo llegara tarde. Hasta que de un momento a otro, no vi más.
Un extraño efecto de Zoom out me devolvió hasta la calle que estaba por cruzar. Me había detenido porque el semáforo peatonal cambió a rojo. Miré alrededor. La gente estaba sonámbula, hablando sola. Una niña con uniforme tomada de la mano de su mamá me miraba fijamente pero no a la cara sino a mi cintura. Me hizo sentir incómodo. Raro. Así que agaché la vista porque seguro tenía el cierre del pantalón abajo, exhibiendo depravadamente los calzoncillos. Sin embargo, no era eso. Era algo peor. Lo primero que hice fue tratar de controlar el pánico, buscar una explicación rápida y una solución inmediata. Pero no había explicación. Simplemente, no había nada. Había desaparecido desde el ombligo hasta las rodillas, no solamente la ropa sino todo: piel, músculos, tendones… huesos.
Me vi invisible en medio de un mundo donde hay que hacerse notar. Eso es peor que estar desnudo. Pero, viendo a través de mi invisibilidad descubrí que atrás habían quedado hilos míos. Hebras de mi ropa, mi cuerpo y mi ser. Entonces, decidí devolverme tratando de ir por el mismo camino que había recorrido desde que me bajé del bus, juntando a cada paso las hilachas de mi humanidad. Sin embargo, a medida que recogía unas, otras se enganchaban en las paredes o entre los zapatos de las personas. Pronto me di cuenta de que no recordaba por dónde había caminado. Traté de devolverme a algún lugar conocido para retomar el hilo de mi existencia, pero fue en vano. Cuanto más avanzaba o retrocedía, según como se mire, más me deshilachaba. Desde un balcón, un gato saltó sobre mi brazo derecho. Espantarlo fue inútil. Al final, el felino se llevó casi todo lo que quedaba de mí.
Mi conciencia se enredó en una señal de ‘pare’, pero el viento me sacó a flote. Volé por el aire, entre los árboles hacia las nubes viendo la madeja de lo que había sido mi vida. Entonces, pasé a ser parte del mundo. Un trapo viejo que desde hace siglos se está deshilachando.